23/11/09

Se hubiera podido evitar

Transparente es aquello que se comprende sin duda ni ambigüedad. En la vida pública, transparencia es la obligación de las autoridades y organismos relacionados con el Estado de realizar sus acciones de forma que puedan ser sometidas a un control directo. Lo menos que se puede decir es que, en España, la transparencia es claramente insuficiente, porque no hay forma de practicar ese control si no existe un acceso inmediato a toda la información de que disponen esas autoridades.La realidad es que una parte no desdeñable de los casos de corrupción municipal y regional detectados en los últimos meses se hubiera podido evitar con normas que hubieran obligado a los ayuntamientos y gobiernos autónomos a colgar en Internet toda la información relativa a los fondos que manejan. Aun así, no hay forma de que en España se apruebe, de una vez por todas, una ley de las denominadas Freedom Information Act, que regule esa obligación y fije los mecanismos para el libre acceso a la información pública.

Los organismos especializados saben que la mejor manera de atajar la tortura o los malos tratos policiales no es aumentar las sanciones, sino disminuir las ocasiones y que lo único que resulta realmente eficaz es la obligación de instalar cámaras en todas las comisarías e instalaciones policiales. Están también hartos de explicar que una vez que se ha cometido un acto de corrupción es prácticamente imposible recuperar el dinero perdido por la comunidad y que la lucha contra el soborno, la venalidad y la deshonestidad pública exige medidas previas: es decir, información previa. Están hartos de decirlo y de demostrarlo con la experiencia de los países escandinavos, los más transparentes y los menos corruptos.

Las leyes de libre acceso a la información no son un privilegio para periodistas sino un mecanismo de protección de los ciudadanos, cada día más necesario. Se trata de colgar de Internet índices con toda la documentación relativa a expedientes públicos, actas de reuniones, planes, programas, correspondencia, dictámenes técnicos, estudios científicos o cualquier documentación financiada con dinero procedente de presupuestos públicos, de manera ordenada y accesible, a fin de que cualquier ciudadano pueda acceder a ella. Seguramente tampoco así será posible acabar con todos los casos de corrupción, pero es seguro que las sociedades que disponen de este tipo de legislaciones son capaces de atajar, antes de que se produzcan, la mayoría de los casos de mal uso de fondos públicos y de venalidad.

Y mientras que no se apruebe la ley, quizás los vecinos de algunos ayuntamientos españoles podrían aprender de lo que ha ocurrido en una pequeña ciudad brasileña, de 330.000 habitantes, llamada Maringá. Aburridos de que durante los años noventa e inicios de 2000, los fondos públicos fueran desviados y robados, y hartos de no poder nunca recuperar ni un real de ese dinero perdido, decidieron tomar el asunto en su mano y no contentarse con la detención y condena de algunos de los funcionarios implicados. La asociación comercial, el colegio local de abogados, el centro universitario, los miembros del club Rotario y del club de Los Leones crearon una agrupación llamada Sociedad Éticamente Responsable (SER), que negoció con las autoridades locales el acceso a partir de ese momento de toda la documentación pública.

Convencidos de que es indispensable actuar de manera preventiva para impedir la malversación de los recursos, en sus ratos libres comerciantes, abogados, rotarios o profesores de Maringá se encargaron de revisar los papeles municipales. Resultado: no sólo no ha habido casos de corrupción en estos dos últimos años, sino que en los primeros nueve meses de 2009 el ayuntamiento se ahorró cinco millones de dólares. Otras 35 ciudades se han apuntado a su peculiar sistema de libre acceso a la información y la Cepal acaba de darles su primer premio a la innovación social.
SOLEDAD GALLEGO-DÍAZ 22/11/2009
solg@elpais.es

22/11/09

La imprescindible ética del gobernante


La corrupción corroe los cimientos de la democracia. La partitocracia y su financiación, la profesionalización de la política y el transfuguismo son algunas de sus principales causas. Es necesario un rearme moral

La corrupción, en mayor o menor grado, ha existido siempre en el ámbito de la gestión de los asuntos públicos. En todos los tiempos, sistemas políticos, culturas y religiones. El fenómeno es global. Al parecer, las graves penas establecidas ya en el Código de Hammurabi contra los gobernantes corruptos no han devenido eficaces. Cicerón forjó su carrera política denunciando la corrupción de Verres. En la obra Breviario de los políticos, del cardenal Mazarino, se destaca el capítulo "dar y hacer regalos": relevantes ministros de la monarquía francesa de 1700 fueron grandes depredadores. El comercio mundial se desarrolló en el siglo XVII bajo la bandera de las comisiones ocultas. Hasta el Estado Vaticano se ha visto envuelto en algún asunto de corrupción (verbigracia, el cardenal Marzinkus y el Banco Ambrosiano).

La corrupción política, entendida como utilización espúrea, por parte del gobernante, de potestades públicas en beneficio propio o de terceros afines y en perjuicio del interés general, es un mal canceroso que vive en simbiosis con el sistema democrático, a pesar de ser teóricamente incompatible con el mismo, y que debe preocupar muy seriamente a todos los demócratas, ya que corroe los cimientos de la democracia, en tanto que elimina la obligada distinción entre bien público y bien privado, característica de cualquier régimen liberal y democrático; rompe la idea de igualdad política, económica, de derechos y de oportunidades, pervirtiendo el pacto social; traiciona el Estado de derecho; supone desprestigio de la política y correlativa desconfianza de la ciudadanía en el sistema, desigualdad en la pugna política, violación de la legalidad y atentado a las reglas del mercado.

En España, en los últimos años, numerosos sucesos han puesto de manifiesto que el fenómeno de la corrupción en la gobernabilidad del Estado (principalmente, Comunidades Autónomas y Ayuntamientos), no es algo coyuntural, sino estructural, que prolifera peligrosamente en las instituciones públicas. Los casos denominados Gürtel, Pretoria, Palma Arena, Palau, Operación Poniente, Operación Malaya, etc., que recorren la geografía nacional, han revelado que muchas Corporaciones Públicas han estado sometidas al poder económico y se han convertido así, crecientemente, en verdaderas plataformas de negocios varios, y de tráfico de influencias; hasta el punto de que hoy se corre el riesgo, cierto, de que intereses de grupos de presión económicos cambien el sentido del sacrosanto concepto del interés general, para inhabilitarlo. Obviamente, no es posible una estadística real de la corrupción, que por definición es oculta; y, de otra parte, como es natural, no todos los mandatarios públicos son corruptos.

En una sociedad abierta y democrática como la española, todos, en mayor o menor medida, somos responsables de la ola de corrupción que nos asola. Los políticos que la practican, promoviéndola o aceptándola; los sobornadores (promotores empresariales), ora causantes, ora víctimas; los partidos políticos, carentes a estas alturas de autoridad moral para combatirla; el estamento judicial (jueces y fiscales), que en muchas ocasiones no ha dado la talla; las instituciones encargadas del control y fiscalización de la actividad administrativa, negligentes casi siempre en su tarea; los medios de comunicación, silenciando o minimizando, a veces, el fenómeno corrupto; la intelectualidad, poco comprometida en su erradicación; la ciudadanía en general, tolerante en exceso con el político corrupto, quizás porque aún no es consciente de que la corrupción la paga de su bolsillo.

Las causas que propician esta perversión pública son múltiples, a saber: la partitocracia, con sus taras e imperfecciones; la profesionalización de la política, entendida en su peor versión; el fenómeno del transfuguismo; o el deficiente sistema de financiación de las formaciones políticas. Otras, propias del municipalismo, son la crónica insuficiencia de sus recursos económicos; el raquítico régimen de incompatibilidades legales de alcaldes y concejales; la galopante empresarización de los ayuntamientos para huir del Derecho Administrativo; o el deficiente sistema legal de control interno de sus actos económico-financieros.

Pero, por encima de todas ellas, a mi modo de ver, la causa primera de todos los males en el sector público español es la falta de ética pública de muchos de nuestros gobernantes, llegados a la política no por vocación ni espíritu de servicio, ni siquiera por ideología (qué rancios suenan ya estos conceptos), sino por propio interés. En términos generales, ética es el sentido, la intuición o la conciencia de lo que está bien y lo que no, de lo que se ha de hacer y de lo que debe evitarse.

La ética pública ha de ser correlativa de la privada. Mal podrá defender la integridad y la moralidad en el plano público quien carece de ella. Por otra parte, la actuación de cualquiera que realiza una función pública en nuestro país debe estar presidida por la idea de servicio de los intereses generales, que es el principal valor político. El artículo 103 de la Constitución Española -"La Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales"- constituye un mandato para autoridades y funcionarios. Los valores clásicos del gestor público (imparcialidad, neutralidad, honradez y probidad) se han de ver complementados hoy con los nuevos valores de eficacia y transparencia, propios de las Administraciones Públicas del siglo XXI.

La corrupción socava la integridad moral de una sociedad. Supone la quiebra general de los valores morales. La corrupción pública, en cuanto supone lucro indebido del agente y su disposición a mal utilizar las potestades públicas que tiene encomendadas, es una práctica inmoral, ante todo; una violación de los principios éticos, sean individuales o sociales.

Algunos analistas consideran que la ética pública ha perdido hoy relevancia social, dada su naturaleza subjetiva. La gran mayoría entiende, sin embargo, que la ética ha de ser el mejor antídoto contra el veneno de la corrupción, y preconiza la necesidad de un rearme ético, de un regreso a los valores antes enunciados. Por eso, se observa últimamente en el mundo una gran preocupación oficial por la ética pública (el reciente Informe Kelly, en Reino Unido, sobre los gastos de los diputados británicos; Recomendación del Consejo de la OCDE, de 1998; Convención Americana contra la Corrupción, de 1996).

La política, que puede ser la más noble de todas las tareas, es susceptible de convertirse en el más vil de los oficios; precisamente porque es una actividad humana y, como tal, defectuosa. Todo el mundo coincide en que la ejemplaridad y la honradez son virtudes que deben presidir la actuación de los políticos, en tanto que escaparate y guía de la ciudadanía.

Pues bien, es la falta generalizada de ética pública de nuestros gestores municipales, por ejemplo, la razón principal del despilfarro del gasto público en los ayuntamientos, del favoritismo en la selección del personal o en la contratación de obras y servicios, de la interesada arbitrariedad en la planificación urbanística, de la negligencia en la gestión del patrimonio municipal o de los frecuentes cambalaches en la composición de las mayorías de gobierno. Es a partir de la ausencia de moral, o de dignidad en el desempeño del cargo, cuando el alcalde (o el concejal delegado de turno, o el funcionario revestido de capacidad decisoria o meramente asesora), experimenta un total desprecio por el interés general de la ciudadanía y utiliza sus potestades en beneficio particular (propio, de sus allegados o de su partido), orillando los principios constitucionales de eficacia, objetividad, independencia e igualdad, y demás preceptos legales y reglamentarios.

Llegados a este punto, hemos de convenir que ni uno sólo de los gestores públicos que recientemente han sido imputados en nuestro país por prácticas presuntamente corruptas, se distingue precisamente por cumplir los postulados éticos que se han descrito, a tenor de los modos y maneras de su malhadada gestión pública, que hemos conocido con todo detalle por las oportunas crónicas mediáticas sobre causas judiciales en marcha. Se diría más bien que utilizan la política como medio de vida y, según se ha visto, como negocio (primun vivere, deinde filosofare). La falta de ética pública de esos políticos es, por tanto, el denominador común de la práctica presuntamente corrupta a que se refieren los escándalos de corrupción antes señalados.

José Manuel Urquiza Morales, abogado, es autor de Corrupción municipal (Almuzara)